Primera parte.
Existen muchas descripciones de los banquetes helénicos, comenzando por las rudimentarias mesas de los poemas homéricos, por las filosóficas—llenas de detalles no obstante— de Platón y acabando por los poetas alejandrinos. Pero quizá el más completo gastronómicamente hablando de los ágapes es el de Filoxeno de Citera ya mencionado aquí.
La crónica de Ateneo nos explica la voracidad legendaria de Filoxeno y de sus comensales, y es el primer fragmento conocido de la nutrida literatura de las “cenas ridículas” que a través de Horacio, Petronio, Moliere y Boileau llega hasta nuestros días. Dice así el escrito de Ateneo:
“Dos servidores trajeron una mesa bien aderezada; otros nos acercaron una segunda y otros aún una tercera hasta que llenaron la sala.
Las mesas brillaban a la luz de velones y estaban cubiertas de coronas, de legumbres, de platos y de salseras.
Entonces se nos sirvió todo lo que puede dulcificar la vida y embelesar el espíritu. Fue primero, para ponernos a punto, las “mazés” una especie de bolitas de harina frita, blancas como la nieve, en unas bellas cestas.
Entonces apareció, no una marmita, sino un plato inmenso: y unos se refocilaron con anguilas gruesas y otros comieron congrio relleno, de un sabor de ambrosía. Después llegó, traído a hombros, una enorme fuente que contenía pequeñas cazuelas: una con toda suerte de pescados, otra con unos pequeños calamares, sepias y pulpos rubios y de rizadas patas. Un dentón grande como una mesa y todavía humeante que llenó de exquisitos olores la sala; a sus flancos se apretujaban deliciosos calamares, camarones rojos y dulces como la miel. Se sirvieron entonces en bellos pámpanos la picada de carne y especias tan recomendada como aperitiva: era compacta, bien embebida en salsa, muy copiosa y su sabor era agridulce; era el verdadero centro del festín. Atacamos después una gran pieza de atún asado que era de una robustez insólita, luego nos vengamos gustando unas tetas de cerda rellenas. Nos lo comimos todo y no dejamos nada de lo que podíamos tragar valientemente. Entonces empecé a tomar pequeñas golosinas: higadillos, riñones, diminutas salchichas calientes. Se nos ofreció luego la cabeza hendida de un pequeño cabrito que había sido cocido al vapor. Después de esto vimos llegar jamones, recubiertos de su blanco tocino. Estas piezas estaban dispuestas de una manera escalonada alternando con suculentas porciones de cabrito o de cordero, tanto hervido como asado, y habían coronado todo este exquisito amontonamiento con intestinos de corderito y cabrito entremezclados, con los cuales los dioses experimentan su mayor deleite en sus grandes ágapes. Las liebres, los pollos, las perdices, los faisanes fueron ofrecidos en abundancia. Todo fue servido caliente y acompañado de panecillos blanquísimos y crujientes; se nos ofreció la miel dorada, la leche cuajada y un queso que todo el mundo encontró delicioso. Cuando mis amigos y yo nos sentimos hartos y bien bebidos, los sirvientes se llevaron las mesas y luego los esclavos trajeron jofainas para el lavamanos.”
Pero cuando comía y que comía el pueblo heleno.
La cibaria griega en un período de tiempo no excesivamente largo pasó de la sencillez del refectorio de los espartanos, su plato típico i obligatorio de comer era el caldo negro, era una confusa mezcla de carne picada, grasa de cerdo, vinagre, sal y hierbas aromáticas, todo ello rociado con sangre, se comía en comunidad, a la excentricidad y la ostentación, al introducirse las modas de los pueblos asiáticos con los que cada vez se mantenían relaciones más estrechas.
Durante el imperio de Alejandro se adoptó la moda oriental de comer tendidos; por lo que se disponía de lechos individuales y otras veces para dos o tres personas. Estos lechos se cubrían con cobertores, más o menos lujosos, y se adornaban con almohadones de distintas formas y tamaños destinados a proporcionar la mayor comodidad a los invitados. Estas literas se colocaban en la sala de banquetes formando una herradura en cuyo centro se disponían mesas portátiles de formas diversas, de madera, de bronce y a veces de marfil o metales preciosos, en las que se servían los manjares para que los asistentes pudieran cogerlos con la mano.
Según Filemón, los antiguos hacían cuatro comidas:
Acratisme, equivalente a nuestro desayuno;
Ariste, que se tomaba al mediodía;
Hesperisme, o merienda, que Hornero llama delinon
Deipne, que correspondía a nuestra cena.
Esquilo no menciona más que tres comidas: ariste, deipne y dorpiste.
Según la mayor parte de los autores, la primera comida se llamaba acratisme, y se componía únicamente de pan y “vino puro”, también era denominada aristos, pero este nombre se reservó más tarde para la comida del mediodía, también llamada dorpos. El vino como se sabe hasta el siglo XVIII servía de base para las más prodigiosas mezclas. En tiempo de la Grecia Antigua y luego en la Romana, ante todo lo mezclaban con agua, pero era frecuente la adición de miel, alve, tomillo, mirra, bayas de mirto y en muchas ocasiones agua de mar. Hoy en día algunos vinos griegos tienen resinas que al blanco bien frío le da un sabor muy agradable.
La comida principal se tomaba por la tarde, nada más ponerse el sol, y era la llamada deipne, u opson.
El symposion era una cena, pero sobre todo se reservaba este nombre para designar a la segunda parte de los banquetes.
La palabra aristodeiphon correspondía a lo que nosotros llamaríamos desayuno de tenedor.
Los banquetes se denominaban syndeiphon, y cuando se trataba de comidas pagadas a escote, eranos.
Las viandas se presentaban trinchadas para evitar el uso del cuchillo. El cubierto se reducía a una serie de cucharas, redondas, ovaladas, de mayor o menor tamaño: ligula, kailon, listron, mystreos, que en ocasiones eran de metales nobles y constituían verdaderas obras de arte. Existía una más pequeña, llamada kokleare, que terminaba en una punta aguda que se utilizaba para romper la cáscara de los huevos y para abrir determinados moluscos.
Los banquetes tenían una vinculación fuerte con los dioses y se suponían que estaban presididos por un ser invisible al que ofrecían sus libaciones.
Las invitaciones para el banquete eran cursadas con mucha anticipación a la fecha en que había de celebrarse. Es fama que en la ciudad de Síbaris se tenía a gala convidar con un año de adelanto. (Hoy en día pasa con algunos restaurantes que hay que reservar con mucho tiempo de antelación).
Los comensales debían de llegar a la hora fijada, ya que se consideraba una falta de cortesía retrasarse, uno de los motivos que todos los comensales debían de esperar de pie ya que los lechos no se ponían hasta que estaban todos los comensales reunidos.
Los comensales se despojaban de sus sandalias a la entrada de la sala, saludaban al anfitrión y presentaban a su “Sombra” ya que cada invitado podía a su vez invitar a un amigo.
Una vez acomodados en sus lechos y apoyados sobre su brazo izquierdo, los esclavos les suministraban jofainas para lavarse y poder así comenzar el banquete.
El anfitrión comenzaba la ceremonia pasando a un esclavo una copa de vino que la vertía, en ofrenda a los dioses, sobre un hornillo de carbón que se mantenía encendido en el centro de la estancia, también se quemaban algunas viandas. Cumplido este rito comenzaba la comida.
Los comensales sujetaban los platos con la mano izquierda y comían con la mano derecha utilizando la primera falange de la mano, era de mala educación embadurnarse la mano y mancharse la cara.
El ceremonial de estas comida/banquetes está perfectamente descrito en diferentes obras clásicas, Platón (El Cómico) describe en su «Phaón» una cena en Citerea: “Dos servidores trajeron una mesa, otros una segunda y dos más una tercera, de forma que con ellas se ocupó el comedor que estaba iluminado con lámparas y adornado con coronas de flores y ramaje. Los hermosos aparadores relucían repletos de platos y salseras. Se habían utilizado todos los recursos de que dispone el arte para excitar el apetito.
Como preludio de la comida, los esclavos presentaron unas canastillas llenas de mazes, —especie de panecillos— más blancos que la nieve. Después apareció el querido Philetas llevando una fuente de carne cocida con zanahorias y otra con gruesas anguilas fuertemente salpimentadas y fue sirviendo por todos lados. Otros servidores trajeron un congrio exquisito, adornado con sabroso aderezo y guisado de tal manera que hubiera engolosinado a los mismos dioses. Tras él surgió otra fuente en la que remedando al sol, resplandecía el ancho vientre de una raya, redondo como un aro.
Aún no se habían terminado sus manjares cuando aparecieron una serie de pequeños peroles con distintos bocados: uno contenía un trozo de cazón, otro un escombro, el tercero pequeños calamares en su negra salsa, otro una jibia, otro diminutos pulpos rubios y de rizadas patas. Cuando los comensales se habían deleitado con estos guisos, se sirvió un esparo de tal tamaño que su cabeza y su cola sobresalían de la mesa. Estaba asado sobre los brasas y guarnecido con calamares. Desprendía un olor delicioso y la boca se me hacía agua al contemplado rodeado de pequeñas fuentes de bronce repletas de camarones cubiertos con sus corazas encarnadas y disputando a la miel su dulzura.
Al paso del esparo un delicado perfume había saturado la escalera, pero luego, mejorando su aroma, trajeron en una fuente dorada un picadillo de carne extendido sobre una torta bien esponjosa y cubierta con verdes hojas de parra. ¡Qué delicia sentir su sabor al pasar por la garganta!
Todo relumbraba y lucía a la luz de las innumerables lámparas de aceite y de los candelabros, los adobos y las salsas excitaban el apetito desde los timbales de cobre que las contenían. Un pastel relleno, de sabor agridulce y de la anchura de una olla, manjar que en nuestro país se llama kapsis, hacía desviar la vista de los gobios asados que reposaban a su lado.
Cuando me deleitaba contemplando estos manjares, apareció por un costado de la mesa una bandeja de cobre con un trozo de atún asado y por el otro lado una salmuera caliente que precedía a unas ubres de marrana guisadas.
El canto y las danzas nos secundaban creando un delicioso ambiente. Dulcemente nos entregamos a toda clase de placeres, pero sin dejar por ello de atender a lo que nos servían y comiendo de aquello que nos resultaba apetecible. Causaron nuestras delicias un entresijo de ternera y una asadura de lechón acompañada del tocino de su espinazo y de sus riñones. Estos magníficos platos fueron seguidos de un gran número de entremeses calientes.
Mientras los gustábamos transcurrió un rato de deliciosa charla que fíe interrumpida al sernos presentada una cabeza de cabrito hervida que reposaba sobre un lecho de trozos de carne de cabrito y cordero, de forma que parecía navegar sobre los intestinos de reses lechales que la rodeaban por todas partes. Con ella llegaron también un par de codillos de jamón recubiertos aún por su corteza de tocino blanco. Manjares tan deliciosos que serían golosinas para los mismos inmortales. ; Te aseguro, Philetas, que saciaste bien nuestro apetito, pues todo estaba en abundancia, las liebres, las gallinas, las perdices, las palomas!
A la zaga de los manjares calientes aparecieron sobre las mesas toda clase de bollos de pasta blanda y por fin llegaron los postres. miel amarilla, leche cuajada, frutas de todas clases, tortas de queso, y cien cosas más todas deliciosas.
Cuando habíamos comido y bebido a satisfacción los servidores levantaron a las mesas y los esclavos volvieron con aguamaniles y jarros para que pudiéramos lavar nuestras manos”.
Como podéis ver, los que hayáis llegado hasta aquí, el orden de servicio de los manjares no es como el de hoy en día y tal vez a nosotros nos parezca un poco anárquico el orden seguido por los Helenos.
A veces un banquete se iniciaba con un promulsis, verdadero servicio de entremeses que se acompañaba con libaciones de vino dulce. Seguidamente se servían crustáceos y pescados con ensalada, pero después de esto volvían a reaparecer las carnes y variados platos de legumbres.
Manjares de la época hoy en día están totalmente en desuso, hasta que algún Guru de nuestra Gastronomía lo ponga en su carta. Los griegos que disponían de fortuna se podían regalar con la vulva y la grasa de una marrana joven, bien guisada e impregnada de una salsa aromática que se preparaba con cominos, vinagre y ajo.
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